Siento como el viento acaricia cada uno de mis cabellos, siento su movimiento individual, un cosquilleo que resulta agradable y me eriza la piel como resultado de un escalofrío que entra en cada célula.
Contemplo aquella ingeniosa ocurrencia, una cinta de plástico que he ido consiguiendo a base de recortar cientos de cuadrados concéntricos que se hacen infinitos para la percepción de una niña de tan solo 6 años. Ingenioso, excéntrico, una simpleza o algo carente de sentido según el criterio de quien lo juzgue, pero para mí, un instrumento que convierto en una extensión de mi cuerpo. Me permite fundirme con el entorno y sentirme viento, sol, un elemento más de la naturaleza. Los límites que marcan dónde empiezo y acabo desaparecen para formar parte de un todo.
Aquella cinta y ahora yo, como parte viva de ella, podemos ser cualquier cosa que deseemos, volamos. Todas las formas son posibles mientras bailamos al son del viento cálido de la costa tropical, a través de una pequeña ventana que formaba parte de la inmensa cristalera de la casa de mis abuelos. Un hogar que siempre me acogió con amor y que guardo en mi corazón entre los mejores recuerdos de mi infancia.